MEMORIAS DE... ALFONSO ZAPATER

Artículos publicados en EL HERALDO DE ARAGÓN, en la sección MEMORIAS DE... del autor ALFONSO ZAPATER

Los maquis sembraron el terror

En Aguaviva ejecutaron al tío Roche, guarda jurado, y a su esposa

La situación empeoró con el tiempo. Los maquis proliferaban por todas partes. El barranco que desembocaba en el Molinico tenía el origen, según referían los conocedores del monte, en Las Parras de Castellote, zona dominada por los miembros de la Agrupación Guerrillera de Levante. Mis padres me advirtieron: “No subas por el barranco, que puede ser peligroso”. Yo escuchaba en silencio las trágicas historias que narraban. Dos de ellas me tocaron de cerca, en cierto modo. Por el Molinico venía con frecuencia el tío Roche, guarda jurado de Aguaviva, con profundos conocimientos forestales. Cuando limpiábamos la acequia, precisamente la que discurría por el acueducto, el tío Roche seguía los trabajos y aprovechaba para pescar barbos pequeños y comérselos crudos. Yo no acababa de creerme lo que veía. Pero lo gordo llegó después, cuando el citado guarda jurado recorrió los pinares de Belmonte de Mezquín (después, Belmonte de San José) y descubrió un campamento maqui, dotado incluso con emisoras de radio. Denunció el hecho y, días después, dos hombres bien vestidos aparecieron en Aguaviva, preguntando por el domicilio del tío Roche. Los propios hijos de éste, que se hallaban jugando en la calle, les indicaron la casa. Entraron en ella y ejecutaron -esta misma palabra utilizaron después en su parte de “guerra”- al guarda jurado y a su esposa. Poco tiempo después, una pariente lejano nuestro, que transportaba carbón de las minas de Castellote a la estación de Alcañiz, fue parado por un grupo de maquis y obligado a transportar a un herido a su campamento. Tuvo que obedecer, a punta de pistola. Se enteró la Guardia Civil y le detuvo por haber prestado aquel servicio. Días después apareció fusilado a orillas de la carretera de Castellón, junto con otros más. Y es que había llegado a Teruel un gobernador que era general de la Guardia Civil, con plenos poderes para acabar con los maquis. El general Pizarro, que así se llamaba, distribuyó una circular para que se colocara en lugar bien visible en todas las viviendas situadas a extramuros, el Molinico incluido, en la que hacía constar que todos aquellos que prestaran cualquier tipo de ayuda a los maquis serían fusilados sin formación de causa. Los atentados se multiplicaron indiscriminadamente.

Casi todo estaba racionado

Sólo en los pueblos existía la posibilidad de poder comer pan blanco

Corrían tiempos difíciles, qué duda cabe, y cada familia disponía de su correspondiente cartilla de racionamiento para acceder a los artículos alimenticios de primera necesidad. El azúcar era negro -bien bueno, por cierto-, como el pan. Sólo en los pueblos existía la posibilidad de poder comer pan blanco, porque cada vecino disponía de trigo para llevar al molino o la fábrica y convertirlo en excelente harina. Luego se amasaba en casa y se llevaba a cocer al horno. Por supuesto, el Molinico se llenaba de clientes a diario. También allí tenían que acudir con su cartilla correspondiente, en la que se anotaba cada operación, que además quedaba reflejada en un libro oficial, facilitado por el Servicio Nacional del Trigo. Consecuentemente, se sucedían las inspecciones, de manera que los fallos que se cometían, ya fuera en el peso o en las anotaciones correspondientes, se traducían en otras tantas multas o el cierre periódico de la industria. Yo recuerdo que la tomó con nosotros el inspector Vallejo, de la Quinta Zona de Recursos, con su visita periódica. Hasta que mi maestro, don José Miguel Balbín, que era amigo del inspector citado por haber sido compañeros en la guerra, intervino para suavizar la enconada situación. Don Demetrio Carceller, el ministro de Industria en aquellos años, había nacido en Las Parras de Castellote e hizo un viaje a su pueblo en compañía de don José Antonio Girón de Velasco, ministro de Trabajo. Les dieron un banquete en Aguaviva, al que asistió mi padre para bailar la jota. Se ganó la simpatía de aquellos altos mandatarios, y don Demetrio le prometió al despedirse que contara con él cuando lo necesitara. Mi padre ignoraba entonces que se vería obligado bien pronto a aprovechar aquel ofrecimiento. Sucedió cuando le sancionaron con seis meses de cierre del molino, en una de tantas inspecciones que sufría. Ni corto ni perezoso, metió en una cartera la copia de la denuncia y otros documentos y viajó a Madrid para entrevistarse con don Demetrio Carceller. Éste le recibió en el Ministerio, cumpliendo su palabra, e invitó a mi padre a sentarse, mientras él leía despacio los documentos relativos a la denuncia en cuestión. Cuando hubo terminado, se dirigió a mi padre con estas palabras: “Está todo solucionado. Puede regresar al Molinico y seguir trabajando normalmente como hasta ahora”. Eso fue todo.