LOS CAMIONES DEL TÍO MIR

Por Delfín Blasco

 

            De emprendedores, siempre ha habido. Esta insistencia con que los medios de comunicación vienen repitiendo, un día sí, y otro también, que,  para salir de la crisis, todos no habríamos de convertir en emprendedores, me ha hecho pensar en una persona cuya historia puede ser un buen ejemplo de eso que dicen que un emprendedor ha de tener: voluntad, tesón, y habilidad. Hablo del tío Mir, el padre de Angelines Mir, a quien yo, cuando era un chaval, iba a ver a menudo a su taller mecánico, y me pasaba horas contemplando el trajín que había por allí.

            El tío Mir, antes de la guerra, tenía un taller mecánico y un poste de gasolina, además de un par de camiones y un turismo. En aquel entonces despachaba la gasolina en la replaceta del Ayuntamiento. Durante la guerra, le confiscaron los tres vehículos, y tuvo que apañárselas para seguir adelante, así que pidió permiso a las autoridades para recoger la chatarra de un par de camiones del ejército que habían quedado inservibles en la curva del Collado, pues habían sido ametrallados y se habían quemado. Con el permiso obtenido, allí que se fue con sus habilidades de mecánico. Desmontó las piezas que durante meses habían estado abandonadas y que él sabía que todavía se podían aprovechar si ponía en juego su habilidad y, con voluntad y tesón, arrancaba el óxido y la porquería. Lo que nadie hubiera querido ni regalado, él lo convirtió en un tesoro. A base de muchas horas y mucha paciencia, usando una carda, sacó el óxido, y todo lo demás, y pintó las piezas. Cuando terminó esta parte del trabajo, ya disponía de material suficiente para construirse su propio camión. Los dos viejos e inservibles camiones abandonados en el Collado, se convirtieron en uno nuevo montado de principio a fin por el tío Mir. Eso sí: no pudo ponerle una cabina, y sólo tenía un parabrisas. Pero todo lo demás, funcionaba. Y, si fallaba algo, el tío Mir ya se las apañaba para arreglar la avería y que el camión siguiera rodando.

            Con ese camión reciclado, hizo la campaña de la fruta de ese año (debía ser justo después de acabar la guerra). Luego, vendió ese camión y, ni corto ni perezoso, se construyó otro, también a partir de viejas piezas, y a las que puso el motor de un turismo inglés de ocho cilindros que había podido adquirir. Para no quedarse sin el turismo, a éste le instaló el motor de un viejo camión Ford 4. Así que, poco a poco, el tío Mir fue recuperando su parque automovilístico. Con ese segundo camión llevaba la carga de la mina de Las Parras y, un tiempo después, ahora sí, compró un camión ya hecho: un “Diamond” (que era muy parecido al que está en esta foto que he encontrado en Internet). Volvía a tener dos camiones y un turismo, y mucho terreno por delante para recorrer. Durante unos años, con los dos camiones transportaba el carbón de la mina de Las Parras. Pero aquello debía quedársele pequeño a una persona con la capacidad del tío Mir, así que, en algún momento debió decidir que había que buscar horizontes más amplios, y se fue para Madrid a hacer lo que sabía hacer: mover  y reparar coches y camiones. Abrió un concesionario, primero de Dodge, y después de SEAT, y con eso sacó adelante a la familia. Yo coincidía con él en el Más, en los veranos, cuando él venía desde Madrid, y yo, desde Barcelona, y nos veíamos por esas calles, o algunas tardes en el río. Siempre nos tuvimos mucho afecto y es ése afecto lo que me ha llevado a contar esta historia: para que los que le han conocido le recuerden, y los que no lo puedan recordar, le conozcan, y tanto unos como otros sepan lo que se puede conseguir a base de proponérselo. Y, si no, preguntadle a Paco Martínez.