José
Aguilar
José Aguilar espera impaciente en el
portal de su casa. Es un buen anfitrión nos invita a pasar y nos saluda de manera cariñosa. Está ilusionado y
sutilmente emocionado. Sabe que esta tarde vamos a hablar de su pueblo. El comedor
está presidido por una fotografía de Santolea y el pantano a sus pies, pero el
pueblo todavía en firme, con su vital silueta. Un reloj de cuco nos señala la
hora. La terraza filtra las últimas luces de un día de verano sofocado por una
tormenta que azota la tarde gris.
José
nos recuerda el año en que empezó a llenarse el pantano. Era el año 1932, en
tiempo de República, cuando el pantano empezó a amenazar a los santoleanos y
santoleanas. José todavía no había nacido, pero muy pronto captó lo que significaba vivir con la amenaza
permanente sobre sus tierras y cultivos .
Una
de las cosas que más nos llamó la atención, en nuestra primera visita, fue el
calvario. José nos mira con complicidad” Tienes que pensar que se trata del
Calvario más vistoso e importante de todo Aragón…sólo por detrás del de
Alloza”.
Las
capillas formaban parte de aquel rincón dedicado a la oración y al recuerdo de
la Pasión de Cristo, ahora hay que imprimir mucha imaginación para dar forma al
polvo y al olvido.
Con
José Aguilar es fácil mantener una entrevista porque escapas de lo común y del
guión y te adentras en el rico mundo de la conversión. Su mirada se emociona
cuando, junto con su mujer Josefina, nos cuenta la visita realizada en la
celebración de Todos los Santos de este año pasado: “Escribimos una especie de
poema y colocamos unas flores, alguien debe enterarse de los que allí descansan
para siempre, no hay que olvidarlos”. José y su mujer luchan por mucho más que
por el olvido de un pueblo y de sus calles; este matrimonio se esfuerza por
remontar en el tiempo....”.
José
nos explica cómo era el horizonte santoleano: Mira para el santoleano el mundo
era pequeño, o bien terminaba en Las Cuevas de Cañart (aunque desconocían los
encantos de ese pueblo) o sabían que para poder ir más allá, mucho más allá,
hacía falta tomar el camino de Castellote y
viajar a Alcañiz....las cosas mejoraron cuando se construyó el túnel de
Castellote y cuando, posteriormente, se hizo uso del puente de Santolea. En
aquellos tiempos ya empezó a llegar el autobús de línea de Alcañiz a
Santolea parando, en el garaje del Tío Guitarrero y después en la
fábrica de mantas de Jerónimo Mata”.
Recuerda
José los días más amargos. “Lo más penoso era ver a la gente mayor no saber a dónde ,ni qué
hacer…pensaban que ya no les podían hacer más daño. Había vecinos de Santolea
que no salieron nunca de su pueblo, su mundo se reducía a sus calles, cultivos,
montes, sendas, caminos....hasta que no construyeron el túnel de Castellote,
las gentes se este pueblo se comunicaban por caminos de herradura, quizás esto
le aportó un punto positivo, ya que el pueblo tenía toda clase de servicios
farmacia, veterinario, médico, comercios...”.
El
año definitivo, el que condenó a Santolea, fue en 1956: “Fue el año de la gran
helada, aunque el agosto anterior ya habíamos vivido un episodio fatal para
nuestras tierras y cultivos con una
tormenta de piedra que maltrató los árboles ; éstos empezaron a rebrotar muy
enternecidos….claro, vino el frío bárbaro y se lo llevó todo por delante.
Íbamos a coger patos en el pantano que estaba totalmente congelad, los
perseguíamos andando por encima y los cazábamos. Aquello fue fatal para el
pueblo y para los que quedábamos allí. Eso unido a la presión de la repoblación
forestal y al auge de los regadíos de Valmuel hizo que Santolea empezara otro
viaje por la desilusión y la desmoralización. Vivías a gusto, tenías en tu
pueblo todo lo que necesitabas, pero vivíamos desmoralizados y con el miedo del
¿cuándo iba a subir el pantano?.
Tenías la sensación de que, poco a poco,
nos echaban de nuestro pueblo, aquel que nos vio nacer, crecer, jugar,
aprender…..fue especialmente triste ver inundarse las cosechas o ver las calles
pobladas el día del cobro de las indemnizaciones; a partir de entonces aparece
la sensación de exilio, sabes lo que
tienes, pero no sabes lo que te vas a encontrar”.
En
Santolea, recuerda José, no hacía mucho frío, su altitud no era exagerada y eso
hacía del pueblo algo especial. Él trabajaba en el campo y a veces con el ganado
se marchaba por el monte haciendo noche y cocinándose un conejo para cenar.
Adormeciéndose mirando la casi transparente noche con sus puntos plateados y
uniformes.
Desde
siempre le ha gustado leer y escribir,:” ahora que tengo tiempo, aunque no te
creas que tuvimos muy buena enseñanza. En Santolea tuvimos un maestro que tenía
mucha voluntad, pero que no….y tuvimos otro que enseñaba un poco mejor, que se
manejaba mejor”. Pero lo que más agradaba a José era salir a cazar. Ir a por
perdices o conejos.”Entonces practicábamos solamente la caza menor, hoy ya se
atreven con caza mayor…de jovenzuelos nuestros juegos consistían en ir a coger
nidos y a nadar”.
Suspira
y sus palmas se posan sobre la mesa del comedor, su huella queda impresa “En
Santolea se vivía en lo que podría llamarse tranquilidad total, disfrutando de
las cosas naturales de la vida…”. Asiente lentamente con la cabeza y cierra los
ojos. Este santoleano levanta a la memoria del polvo con el que se sepultó a un pueblo amenazado por el agua,
José sentencia: “lo que no pudo el agua lo pudo el polvo”
José
todos los años visita Santolea y lo hace
varias veces. Su mujer Josefina, mientras nos lo cuenta, le mira de forma enternecida y me dice, casi
en un susurro, aunque asegurándose de que su marido lo oiga: ” Sólo en verano vamos unas seis veces.”. Sus
labios con su mirada dibujan la complicidad.
Tiempo
después nos acercamos con José y un
nutrido grupo de gentes a Santolea. Entre los visitantes al pueblo de Santolea,
recreado en polvo de adobe también estaba Miguel Perdiguer con su cámara
fotográfica, su sutileza, su mirada aguda y sensible , entre un calor tan agudo
como desafiante. Perdiguer es un santoleano más con su infancia grabada entre
las calles, aunque pronto marchó a vivir a Mas de las Matas.
Empezamos
el recorrido lentamente por las calles del pueblo derruido y ruinoso. Éstas
están ocupadas por hierbajos, aunque se nota el paso de personas curiosas o que
matan su añoranza y su nostalgia en una visita a un lugar que todos convienen
en decir que es triste entre el polvo, el tiempo, la demora…
José
transita con entusiasmo por las calles y en ellas no ve hierbas, ruinas, polvo
y lugares indefinidos. José ve lo que vio en la infancia y en
la adolescencia: las calles vivas con miradas que convergen; a las
gentes entrando y saliendo de sus respectivas calles y casas con una libertad
tan necesaria como deseada; a los niños y niñas yendo a la escuela con nervios,
ilusión o la pereza atenazando los ojos; a los trabajadores volviendo del campo;
a los prósperos comerciantes e industriales; a los más mayores contando
historias y experimentando el paso del tiempo como nadie; a los más jóvenes
jugando por las calles empedradas a un escondite, casi interminable en
Santolea; a las parejas viviendo el
noviazgo entre la tranquilidad de un lugar insólito, con los primeros besos y
unas caricias que poco a poco serían más intensas; a las amas de casa yendo al
lavadero, comprando, charlando mientras arreglan las macetas…..
Hay
tantas cosas, del día a día que se han perdido en Santolea, aunque aquel día de
visita José, su mujer y Miguel Perdiguer nos rescataban de su recuerdo a su
inolvidable pueblo. Por un momento las calles estaban en su sitio, las casas
eran el albergue de gatos que escapaban de nuestros pasos; los pajarillos
enjaulados contaban sus leyendas y hasta
se podían oír algunos susurros de voces santoleanas. El tiempo parecía haber
dado una vuelta de tuerca atrás.
José
se detiene a menudo enseñándonos las
calles, las gentes que vivían en sus diferentes enclaves. Sonríe, se entusiasma
y tanto él como su mujer Josefina consultan a Miguel Perdiguer que corresponde,
también con generoso entusiasmo. Los familiares franceses de la familia de “el
bicicleta” se detienen y escuchan, se emocionan cuando encuentran la estancia
destruida de sus antepasados.... tanto como Josefina cuando explica cual era su
casa, José un poco más atrás también la señala. Sabía tan bien como ella donde
vivía la que tiempo después sería su esposa.
Seguimos
hacia abajo y nos van indicando más ubicaciones de casas, explicándonos y
recordándose de cuáles eran sus moradores. Nos detenemos delante de lo que
fueron las últimas escuelas y nos encontramos con otra santoleana que se
sorprende de encontrar a tanta gente allí. Teresa expresa alegría de una forma que se contagia
entre los presentes; vive en Aguaviva y
se emociona con José y Josefina ante una misma sensación : “esto es lo que
necesita Santolea: gente que la visite, que haga por no olvidar a este pueblo,
que se sumerja en lo que fue…”. Está claro, Santolea, está viva y el pálpito de sus antiguos moradores nos
atrapará siempre en la memoria y en el
recuerdo de un pueblo al que quisieron desterrar y esconder en el olvido.
José
Aguilar ha tenido el coraje de enfrentarse a su pasado que tanto le entristece
y ha escrito dos cuadernos: “Conocer Santolea” (un libro-guía de carácter
fotográfico) y “Apuntes de Santolea” que es un cuaderno que bucea más
intensamente en la historia de su pueblo. De la fusión de ellos se ha podido
elaborar este libro que reivindica la memoria de Santolea entre las voces, los
testimonios y los juegos con los tres tiempos verbales de la existencia de este
pueblo.
La
construcción del pantano perjudicó de lleno a Santolea, si bien no la ahogó por
sus aguas si lo hizo exterminándolo poco a poco, llevándolo a una muerte
anunciada entre el polvo, las migraciones, las parcelas anegadas, el
arrendamiento del pueblo al pasturaje por parte de la CHE, la demolición del
pueblo y finalmente la de la iglesia.
La
agonía empezó con la amenaza a principios de los años veinte; se confirmó con el inicio de la construcción en 1927,
cuando ostentaba el poder Primo de Rivera y terminó en tiempo de la República
con Alcalá Zamora como presidente,
corría el año 1932.
La muerte,
como un gota a gota, se agudizaba con la inundación de los mejores cultivos y
con la del puente que llevaba a Las Planas y que dejaba casi aislados a muchos
campos de cereal, viña…
Nos
cuenta José ,”los caminos eran de herradura; el principal entraba por la parte
baja del pueblo y llegaba a la zona más “productiva” donde se encontraba con el
molino de aceite, el generador de luz, el molino harinero, el lavadero público
y la fábrica de mantas de Jerónimo Mata. Además paralelamente todo este trayecto,
en Santolea, estaba acompañado por el recorrido de la acequia Mayor”. Sigue
explicando: ” También la fábrica de Jerónimo Mata era muy importante dentro y
fuera de Santolea….eran y son muchos los que recuerdan a Santolea por sus
mantas”. José se entusiasma: “Este pueblo era un pequeño centro neurálgico y de
cita social para el resto de ciudadanos de los pueblos y aldeas del alrededor.
Eran muchos los que visitaban Santolea para hacer sus compras, sus recados,
arreglar papeles…Santolea era un referente para todos”. También recuerda con
resignación: “Todos o casi todos coinciden en que el día más triste de Santolea
fue el día de pago en que se indemnizó a los santoleanos por los efectos
colaterales en que había derivado la construcción del pantano. Muchas personas
que hacía mucho que habían abandonado su pueblo volvieron a poblar sus
calles….pero pronto marcharon con un cheque al que poco a poco se le irían
recortando las pesetas...Han liquidado aquella casa vieja que les dejaron sus
padres o abuelos, que con tanto esfuerzo levantaron en su día y en la que
seguro pusieron nuestros antepasados muchas ilusiones. Les han pagado una
pequeña limosna por aquellas tierras abandonadas, que en muchas ocasiones no
saben ni siquiera dónde están, unas oliveras que tenían no sé dónde y que más
tarde serán cortadas y llevadas a algún lugar para fabricar mubles o recuerdos,
pero que en ningún caso se conocerá el origen de aquella madera, ni se hará
ninguna referencia al pueblo donde se criaron, ni los hombres que con su sudor
las fueron haciendo crecer durante muchos años...”.
José
nos sigue explicando: “ Los recuerdos de los que vivieron en Santolea nos
llevan a comprobar cómo en los días festivos y domingos, siempre que no fuese
tiempo de cosecha. La gente después de la Misa Mayor se reunía n la plaza de la
Iglesia. Allí algunos se animaban y despojándose de su chaqueta y subiéndose
las mangas se disponían a jugar un partido de pelota…el único problema era que
el suelo era de tierra y la pelota daba el bote, frecuentemente, de cualquier
manera…pero lo más común todavía era que la gente pasaba un buen rato y eso era
lo importante al fin y al cabo”.
José
reflexiona: “La historia de los pueblos que desaparecen por decreto de la
voluntad humanas son extrañamente más tristes, quizás por que aparece la
impotencia o esa sensación de que el pueblo, tu pueblo, se va desangrando poco
a poco…sabiendo que lo único que te espera es verlo morir… siendo tu huida
inevitable”. Termina recordándonos:“De Santolea se sacó todo lo que pudieron; la
Confederación Hidrográfica del Ebro arrendó sus pastos a los pastores… uno de
ellos, Manuel López utilizaba como vivienda la casa Torres en la Plaza de los
Torreros. Éste fue el último santoleano en abandonar el pueblo. Lo hizo en
1973. Tres años antes, a finales de 1970, emigraron los últimos habitantes del
pueblo. Ellos se libraron de ver la demolición del pueblo en 1972 o la de la
iglesia en 1974”.