Heraldo
de Aragón
Martes,
21 de marzo de 1972
Santolea
será borrado del mapa
J. J.
Benítez
La localidad turolense está siendo
demolida casa a casa. Se encuentra junto al embalse del mismo nombre y consta de
unas quinientas casas. Las razones de la demolición parecen vinculadas al
referido pantano, así como al hecho de que hubiera sido invadido por gitanos y
vagabundos. “También nosotros hemos pedido explicaciones—nos dijeron en la
vecina localidad de Castellote--, pero, por ahora, no sabemos nada”.
Los
habitantes del próspero pueblo abandonaron Santolea hace más de un año. Sólo un
pastor de setenta cuatro años—Manuel López—sigue en el lugar.
Nunca
había asistido a la demolición de un pueblo. Y tengo que confesar que me llenó
de tristeza. A pesar del ardiente sol que dominaba aquellas montañas, a pesar
del silencio del pequeño valle, de los vuelos fugaces de los halcones sobre los
cortados y de las verdes aguas del hermoso embalse. Santolea—el centenario pueblecito
turolense—se muere.
Desde
lejos ya se presentía algo. Estirado, muy estirado sobre la rica campiña, con
las aguas del pantano casi a sus pies, Santolea no daba señales de vida. Ni una
humilde columna de humo se elevaba hacia el cielo. Ni un mal movimiento entre
sus casas rojas y grises. Ni un alma en sus contornos y veredas. Sólo silencio.
Sol. Abandono. Tristeza.
Santolea,
retirado unos doce kilómetros de la localidad de Castellote, dio nombre hace ya
algunos años al gran embalse de aguas verdes y puras. Y también hace ya tiempo
sus habitantes dejaron los hogares. Las aguas tenían que inundar los campos.
“Como la palma de la mano”
Ahora,
desde hace escasamente un mes, las casas del pueblecito han empezado a caer. Un
grupo de obreros, armados con potentes maquinas excavadoras, se fijaron una
meta concreta e irremediablemente desoladora: derribarlo todo. Reducirlo a
escombros. Machacar las casi quinientas casas. Borrar del mapa la localidad.
-Todo
tiene que quedar como la palma de la mano—me explicó uno de los jefes de
equipo.
-Pero,¿por qué.
-No
sabíamos decirle con exactitud. Esto lo lleva la Confederación Hidrográfica del
Ebro. Nuestra misión es tirar el pueblo. Sólo eso.
¿Por qué esta destrucción?
Puestos
en contacto posteriormente con algunas autoridades de Castellote, éstas tampoco
supieron darnos una razón concreta:
-También
nosotros hemos pedido explicaciones, pero hasta ahora no sabemos nada. Alguien
ha comentado que pensaban elevar el embalse unos catorce metros, pero lo
ponemos un poco en duda. Y aunque así fuera, ¿por qué destruir una localidad
tan bella?. ¿Es que no se podía dejar tal como está?.Por otra parte, en el
supuesto de que las aguas no lo cubran—que será lo más probable--¿es que no hay
mil utilidades antes que arrasarlo?. El paisaje es extraordinario. Hay sol a
raudales. ¿No hay mil ideas antes que destruir?.
-¿Cuándo
nació Santolea?.
-En
los archivos de Castellote consta ya en 1609 como pueblo. Anteriormente debió
ser barrio de nuestra localidad. Hará un año y medio, aproximadamente, que se
fueron ya los últimos vecinos.
De
acuerdo con nuestras propias averiguaciones—siempre a niveles competentes--,
una de las principales razones que ha movido a demoler el pueblo fue la presencia
en el mismo de gitanos y vagabundos que, al parecer, amenazaban la integridad
de la citada y abandonada localidad.
Para
más adelante—posiblemente para dentro de varios años—está prevista también la
elevación del nivel del embalse, que quizás cubriría gran parte de Santolea.
Sin
embargo—y sean cuales fueren las razones--, no nos parece lo más indicado
borrar de un plumazo un pueblo, por muy condenado que se encuentre.
Como
bien se lamentaban en la zona, hay otros medios para convertir aquello en algo
más positivo. No se puede, ni se debe, convertir un puñado de historia en un
mar de escombros cuando, como en este caso, hay varios casos.
Polvo y escombros
Los obreros habían echado por tierra
algo más de una treintena de hogares. La operación era sencilla, ruda, rápida y
estruendosa.
Desde
primeras horas de la mañana aquellos hombres con cascos amarillos y monos
azules se afanaban en la tarea de enganchar gruesos cables de acero a las
paredes de las viviendas. Después una de las monstruosas máquinas—con un
rugido—daba el tirón final, provocando el hundimiento. Pero las casas, apoyadas
unas en otras, morían juntas. Sus escombros se mezclaban entre una montaña de
polvo, entre el quejido de los maderos rotos, entre los miles de recuerdos,
penas y alegrías que guardaron en su día.
Y
así, una tras otra, las casas de Santolea iban cayendo. Pero a nadie parecía
importarle. Nadie quedaba ya. Sólo los halcones y el sol.
Siete meses
-¿Y
hasta cuándo durará esta tarea?—pregunté a los obreros.
-Nos
han dado unos siete meses para tirar el pueblo. Quizás para Agosto aquí sólo
quede ya un mar de escombros y polvo.
-¿Cuánto
tarda en caer una casa?
-Depende.
Hay algunas que desaparecen con un solo acoso. Otras—más sólidas—se resisten
hasta cuatro horas.
-¿Es
caro derribar un pueblo?.
-Generalmente,
sí. Y no muy rentable, por cierto. Calcule usted más del millón y medio de
pesetas.
La iglesia para el final
El
sol era cada vez más sofocante. Y los obreros comenzaron a sudar
abundantemente.
-La
iglesia la dejaremos para el final. Es una lástima. ¡Cuántos pueblos querrían
algo parecido!.
Y el
empleado nos condujo hasta el templo, allí en su amplia nave central sólo
quedaban muebles rotos, escombros, maderos y en una de lo que fueron sacristías
dos o tres “santos” como los llamaba nuestro improvisado anfitrión.
-De
vez en cuando vienen algunos curitas y se los van llevando…
-¿No
quedará nada de valor en el pueblo?.
-Creemos
que no. Todos sus habitantes marcharon hace ya tiempo.
El último habitante
Todos,
en efecto, muy a pesar suyo—la tierra era rica—dejaron atrás Santolea. Todos
menos uno. Todos menos Manuel López Ginés, pastor, hijo de Santolea y criado en
los aires del valles y de las colinas.
Manuel,
se encontraba en aquellos momentos a media hora del pueblo agonizante. A media
hora del camino entre laderas, viñedos abandonados y cañadas. Sus doscientas y
pico ovejas pastaban a orillas del embalse que forma el puro Guadalupe.
Nos
miró extrañado.
-Sí—murmuró—soy
hijo de Santolea. Pero todos se han marchado. Sólo quedo yo. Pronto me iré
también. Ya voy camino de los sesenta y cinco.
Manuel no paraba quieto. Miraba el
rebaño y acudía lentamente hasta cualquier
extremo del mismo. Allí, con palabras y gritos ininteligibles, movía a
capricho el ganado. A distancia—siempre atenta—“Pastora” ayudaba igualmente a
Manuel.
-Tenga
cuidado. No acaricie a “Pastora”. Con los extraños no entiende y levanta la
cabeza y pede morder.
“Pastora”,
el inteligente perro, tampoco permanecía ociosa un segundo. Su posición
preferida era la orilla del pantano. Y desde allí vigilaba.
-¿Por
qué no se ha ido usted también del pueblo?
-Yo
soy pastor. Y tengo que cuidar las ovejas del amo.
Manuel
se apoyaba en un largo bastión amarillo. Su cabeza aparecía cubierta por un negro
“pasamontañas”. Y sólo unos ojos diminutos, chispeantes, y un centenar de
arrugas alegraban aquel rostro curtido, casi ennegrecido por los soles de 64
años. Un traje de pana, también negro y el “zurrón” completaban su atuendo.
-Pero
terminará marchándose…
-Sí,
eso quiero. Ya soy viejo. Tengo familia en Barcelona y para el 10 de septiembre
de 1973 me jubilaré.
-¿Cuántos
años lleva de pastor?
Manuel
sonrió y dejó entrever dos dientes largos y torcidos.
-Ni
me acuerdo. Muchos. Es mi oficio.
Manuel
apenas sale de su campo y de su monte. El vive en silencio.
-No
me gusta el cine ni la televisión. Lo mío es esto: el río, las colinas, las
nubes, Santolea
-Pero
Santolea está siendo derribada…
-Sí…
El pastor
no era hombre de muchas palabras. Empleaba las precisas y a veces ni eso.
-¿Por
qué no se ha casado y se ha ido lejos?
-Mis
padres me quitaron la idea de la cabeza. Y si a uno le quitan la idea de
pequeño…Le ofrecí un pitillo. Y Manuel volvió a sonreír.
“Nunca uso reloj”
-¿Y
siempre está usted en el campo?
-De
sol a sol. Es mi vida. Tampoco me hace falta reloj. Jamás lo usé.
-¿Cómo
sabe usted entonces qué hora es?
-Por
el sol. Siempre por el sol. Y el pastor siguió lentamente su camino.
-No
logro entender, Manuel, cómo ha podido usted vivir tantos años entre colinas.
-Cuando
se ama todo es bueno. Y yo llevo en la sangre las colinas.
Manuel
levantó su largo bastón amarillo y dijo adiós. Él era el último habitante de un
pueblo que ya había empezado a ser demolido. Allí estaba todavía su hogar.
Allí, entre los cada vez más numerosos escombros de Santolea y entre las
praderas que mueren en el embalse.
Producía
inmensa desolación, indescriptible tristeza ver morir un pueblo. ¡Cuántos
sueños, cuántas vidas, cuántas ilusiones, cuántos años habían nacido y
desaparecido entre sus calles irregulares y soleadas. Y ahora, en unos meses,
lo que durante siglos fue pueblo—entrañable y próspero—será reducido a
escombros.
Manuel
Pastor, un resistente
Quizás
Manuel Pastor sea uno de los pocos resistentes que resiste en contra de su
voluntad. Fue el último santoleano que quedó en el pueblo porque tenía que
cuidar de las ovejas de su amo….de todas formas, estaba ligado, casi como
nadie, a Santolea.
Recordaba
en una entrevista que le realizó Juan José Benítez “lo mío es esto : el río,
las colinas, las nubes, Santolea…”. Mucha gente se pregunta y se
preguntará como Manuel pudo vivir
durante tantos años paseando al ganado , escoltado solo por la soledad y el
tiempo áspero, en el monte o como él dice en
las colinas. Dejemos que hable Manuel: “Cuando se ama todo es bueno. Y
yo llevo en la sangre las colinas”.
Manuel
fue el último habitante de Santolea , el último en resistir; el último en
marcharse ; el último en mirar al río ; a las colinas ; a las nubes…a
Santolea…aunque al final , cuando ya hacía serios planes para irse, estuviese
ya un pueblo entre escombros empujado a
la más ardua ruina.